Estaba un joven entregado al estudio del Derecho con el propósito de abrirse un camino de honores y dignidades. San Felipe Neri que lo conocía, le llamó y le dijo:
—¡Sé que eres un chico afortunado! Ahora estudias jurisprudencia para llegar a obtener el doctorado; luego ganarás mucho dinero, lograrás una envidiable posición y llegarás tal vez a ser ilustre ¡Sí, chico, te repito que eres muy afortunado!
El joven, que se llamaba Francisco Zazzara, iba tomando en serio las palabras del Siervo de Dios, cuando éste, estrechándole entre sus brazos le dijo al oído: ¿Y después?…
Esta palabra penetró tan hondo en el corazón del joven, que cuando ya estaba en su casa no podía apartarla de su pensamiento, por lo que se decía a sí mismo:
«Ciertamente estoy estudiando para llegar a ser alguien importante, pero, ¿y después?…»
Tanto y tanto reflexionó sobre esto, que al fin cambió el rumbo y se entregó únicamente al servicio de Dios. Entró en la Congregación del Oratorio, y al cabo de algunos años de vida santa, Dios le recompensó concediéndole una muerte preciosa.
Convirtió igualmente San Felipe Neri a un rico negociante, con ese: ¿Y después?… que al fin le hizo abrazar el estado eclesiástico en el que llevó una vida de perfección.
Lejos estoy de menospreciar el estado seglar. Ya que, en él, si uno cumple las obligaciones que impone, no sólo se puede alcanzar la salvación sino también llegar a la santidad. Mas, si únicamente les atrae por el deseo de poseer riquezas o de alcanzar honores, entonces se les repetiría la palabra de San Felipe Neri: ¿Y después?…
¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?
Sigan la vocación a que Dios les ha destinado y en la que les quiere, pues es donde pueden alcanzar su salvación más fácilmente, aunque de momento los parezca austera, como lo es en realidad la vocación de privilegio.
La vocación de privilegio, la de la minoría, es la que nos llama a servir a Dios, sea en el estado sacerdotal, sea en la vida religiosa. Esta vocación es, naturalmente, muy noble y hermosa; pero exige muchas renuncias; y el que la abraza ha de entrar por el camino de la abnegación y del sacrificio. Es muy cierto pues, que hay en este mundo hombres que son otros Cristos, cuya misión es iluminar las inteligencias y educar los corazones para el bien; dándoles además el poder de administrar los Sacramentos, de perpetuar su Presencia real, de purificar las almas, santificarlas y salvarlas.
Todos los cristianos deben trabajar en cierta medida para dar a conocer a Dios y hacerle amar sobre la tierra…, pero a su lado y por encima de ellos están los sacerdotes de Jesucristo. Su única ocupación ha de ser procurar la Gloria de Dios, por la salvación de las almas. Deben emplear todo su tiempo, actividad y celo, en someter las almas a Dios, de modo que todas y cada una lleguen a bendecirle, servirle, obedecer a sus mandamientos, y con esto asegurar su fin. No tienen otra razón de ser.
¿Existe carrera más hermosa, más útil, más gloriosa? ¿Puede Dios honrar más a una criatura que confiándole semejante misión?
Entren por unos momentos dentro de ustedes mismos, y tal vez oirán la voz del Divino Maestro que les dice: «Ven sígueme. A todas las criaturas les distribuyo mis dones, los dones de la vida natural y de la vida espiritual. A ti te reservo un don mejor, un destino más hermoso. Ensancha tu alma, abre tu corazón a la confianza, al celo y al amor. Quiero estrecharte sobre mi pecho, encerrarte en mi Corazón. El destino que te preparo es que seas mi sacerdote, mi apóstol. Te he escogido entre diez mil».
Si oyen esta voz, no vacilen ni un solo momento. Como los astros de que habla la Sagrada Escritura, como los ángeles, como los santos, como la Virgen María, respondan: «Aquí me tienes, Señor; puesto que me llamas, que se cumpla en mí tu palabra».
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Un prelado de gran talento, Monseñor Saivet, que murió siendo obispo de Perpígnán a la edad de 48 años, escribía en 1860, cuando sólo era sacerdote, en su diario íntimo:
«¿Qué es, pues, vivir? Rezar un poco, hojear algunos libros, soñar en los amigos ausentes, sufrir mucho… ¿Vale acaso la pena el vivir para hacer ese poco de cenizas y ese otro poco de humareda? Si por un lado tiene la existencia grandes apariencias, por el otro, ¡qué de tristezas y miserias! El conde de Mérode me decía cierto día: «Veo, Reverendo, que fuera del estado sacerdotal, lo demás es necedad.» Y yo digo más aún: lo único que sobresale de la necedad es ser santo. La vida del santo es la única que vale, en el presente y en el más allá. Pero nuestra vida, sin grande abnegación, sin acción…, verdaderamente es insulsa; y les sobra razón, querido conde de Mérode.»
Termino con este hermoso pensamiento: El hombre que escoge el sagrado trabajo de la cosecha de Dios, escoge la mejor parte en que emplear su vida. Su ambición es, sin comparación alguna, la mayor y más noble de todas, y su obra la más fecunda y necesaria.[1]
[1] Fuente: Cf. J. Millot, Pbro, Camino de Apóstol